El alcohol ha destruido mi vida. Me lo ha quitado todo... me ha dejado vacío. Sin nada.
Puedo ser un hombre o una mujer. Un adolescente o un maduro profesional; un ama de casa o un universitario aventajado... el alcohol no hace distingos. Puede llegar a todos por igual, porque es de las drogas a las que más fácilmente se puede acceder en nuestros días.
Comencé casi sin darme cuenta: bebiendo con amigos los fines de semana, haciendo «botellonas» o bebiendo a escondidas en casa. No fui consciente de lo mucho que bebía hasta que no podía pasar un sólo día sin hacerlo, cuando el único pensamiento que asaltaba mi mente desde que me levantaba era buscar el momento adecuado -o la excusa- para tomar un chupito, una cerveza o tomarme un lingotazo... llámalo como prefieras. Todo es lo mismo. El caso es que tu cabeza no te deja parar hasta que por fin te lo tomas.
Aún así, aún tras ser incapaz de pasar un día sin beber o no pasar u sólo fin de semana sin emborracharme una o dos veces... aún así, me negaba a reconocer que tenía un problema. Eso le pasa a otros... a los borrachos, a los «tirados». No a mí. No a ti. Porque tú controlas.
Al principio, con la primera cerveza o el primer lingotazo, te mareabas y te relajabas. Ahora necesitas cuatro, cinco o seis para conseguir ese efecto tan agradable y placentero. Sabes que tienes mucho aguante... sin darte cuenta de que, precisamente, ese «aguante» viene dado por la tolerancia que has desarrollado a los efectos del alcohol. Esa tolerancia es la que te impulsa a beber más cada vez para conseguir lo mismo. Y más y más. Porque cada vez necesitas más y ya no puedes parar.
Así, si no te has matado en un accidente de tráfico por conducir borracho... o no te has llevado a otra persona por delante y la has atropellado al conducir borracho, un día quizá te des cuenta de que eres un alcohólico. Quizá tu cuerpo ya no aguanta y tu hígado un día te da el aviso de que algo está mal. Quizá en un análisis rutinario encuentran varios parámetros alarmantemente alterados y el médico toma cartas en el asunto; quizá te ingresan en un hospital para operarte de unos juanetes y tras dos, tres o cuatro días obligado a una abstinencia total, sin beber nada, debutas con un «delirium tremens» ocasionado por la privación brusca de la ingesta de alcohol... o quizá un día, te ves en la calle, sin trabajo, sin familia -que ya no aguanta tu borrachera de 24 horas-, sin casa -porque vendes todo para pagar las facturas que te asolan al no poder trabajar-, o quizá estás en la cárcel porque has aporreado sin piedad a tu mujer o a tus hijos, sin vida... porque lo que fue tu vida ha desaparecido, ya no te pertenece. Ya no eres libre.
Quizá llega el día en que reconoces tener un importante problema y le plantas cara... y te pones en tratamiento y lo dejas.
O quizá, no. Te sabes poseído por una fuerza mayor y eres incapaz e dejarlo, ni siquiera de planteártelo. Vencido.
Pero antes de que ese momento llegue... mucho antes, aún puedes decidir. Aún puedes controlar tu vida y darle al alcohol el lugar que realmente le pertenece o no darle ninguno, en absoluto.
El alcohol es una droga. No nos engañemos.
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Nos educamos en la cultura del alcohol como producto de consumo, como un vehículo de la relación social o, incluso, como un alimento. Nos educamos con alcohol. Se considera a veces algo divertido, un medio de romper el hielo. Se considera, sobre todo en las diversas variedades de vino, un producto exquisito, de calidad. Y lo es, por supuesto.
Pero, a veces, ciertas personas acuden al alcohol para resolver ciertas cuestiones que por esa vía jamás se resuelven o lo consumen sin darse cuenta de que es un compañero de viaje peligroso... que si no te preocupas en controlar puede llegar a dominarte.
Los borrachos en las fiestas resultan graciosos e hilarantes, pero pueden ser más bien algo grotesco y horripilante. El alcohol puede generar violencia a su alrededor. Se bebe para olvidar, para ligar, para quedar bien con los colegas, para apagar los dolores del alma, para conseguir ser dicharachero y valiente. Para tener vida social o simplemente porque es un placer y puede ser una delicia.
Se bebe por miles de motivos.
No quiero individualizar, no quiero que miremos un sólo escenario dentro del gran abanico de posibilidades... me gustaría que miráramos a todos por igual. Porque nadie está libre de este problema potencial... sólo los abstemios.
Y, por ahora, nada más
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